¿Dónde reside la vida humana? La pregunta, al parecer simple y directa, es difícil de contestar. Cualquier niño puede decir dónde tiene el corazón o el cerebro, pero si se le pregunta dónde está la vida debe detenerse a pensar. Lo mismo nos pasa, por cierto, a los que no somos niños. Sin embargo, ésta es una de las cuestiones básicas de la vida y la más relacionada con nuestro sentido personal de la realidad.
Alexis Carrel (1873-1944), que recibió el Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1912, comentaba en La incógnita del hombre:" En realidad, nuestra ignorancia es profunda. Casi todas las preguntas que se plantean quienes estudian a los seres humanos permanecen sin respuesta. En nuestro mundo interior hay inmensas regiones aún desconocidas." Carrel agregaba:"Si Galileo, Newton o Lavoisier hubieran aplicado su potencia intelectual al estudio del cuerpo y la conciencia, probablemente viviríamos hoy en un mundo diferente."
En general, caemos en el engaño de creer que nos conocemos, pero Carrel tiene razón al sugerir que nuestro conocimiento de nosotros mismos es el más deficiente de todos. Pocos de nosotros comprendemos el delicado equilibrio que nuestro cuerpo mantiene, por no mencionar la fuente de nuestros sentimientos y deseos. Sin embargo, sin saber estas cosas no podemos dar una respuesta sensata a nuestra pregunta:"¿Donde reside la vida humana?" Y es una tontería tratar, siquiera, de estudiar imponderables tales como la vida después de la muerte.
Siendo así las cosas, resulta cuestionable que estemos en situación de llevar una vida plena o de abrir un sendero a la felicidad humana, en el sentido en que Carrel lo proponía. En mi opinión, comprender dónde reside la esencia de la propia vida es el punto de partida para una filosofía de la vida. También puede ser la meta última de esa filosofía. Como mínimo, comprender la propia vida es una condición necesaria para llevar una vida plena y feliz.
Si intentamos analizar la vida humana en los términos más prácticos, podemos comenzar por el hecho de que el cuerpo humano, que lleva a cabo las funciones vitales, está compuesto de materia. Los análisis químicos demuestran que el cuerpo está compuesto por células, las cuales, a su vez, están hechas de componentes tales como moléculas de ácido desoxirribonucleico (ADN) y proteínas. También éstos pueden descomponerse en carbono, nitrógeno y otros elementos que se encuentran en todo el universo. No hay en el cuerpo humano elementos que no existan en todas partes. Empero, aun cuando los elementos en los que se puede descomponer un cuerpo no difieran de los elementos hallados en la materia inorgánica o la maquinaria, las funciones realizadas por el cuerpo humano lo diferencian por completo hasta de las más complicadas computadoras o máquinas de precisión.
Hubo una época, a fines del siglo XVIII y principios del XIX, en que se popularizó en Europa la visión del cuerpo humano como una maquinaria, pero eso fue antes de que se comprendiera en su totalidad lo complejo de sus operaciones. Hace más de doscientos años, Julien de la Mettrie (1709-1751), quien era, en términos generales discípulo de Descartes, aseguró que el cuerpo humano era, en verdad, una máquina moviente. El corazón es una bomba; los dientes, tijeras; los pulmones, fuelles.... y ese tipo de comparaciones. El mismo Descartes había reconocido la naturaleza especial des espíritu humano, limitándose a decir que los animales eran máquinas, pero La Mettrie decidió que el espíritu era una emanación de la carne y llegó a la conclusión de que hasta los humanos éramos máquinas.
Poco después de publicar sus opiniones en L´Homme-machine (1747), en Holanda, se publicó en Londres un punto de vista completamente opuesto, bajo el título de L´homme-plante (1750); según resultó, este libro era también obra de La Mettrie. Al parecer, después de ofrecer un análisis lógico del cuerpo humano como máquina, había quedado tan poco convencido que escribió una refutación de su propia teoría.
¿Cuál es la diferencia entre un cuerpo humano y una máquina? ¿No es esa diferencia lo que constituye la vida?
Me inclino a pensar así. Las máquinas de la actualidad son mucho más intrincadas que en tiempos de Descartes. Algunas de nuestras computadoras y ciertos robots funcionan de un modo que se parece mucho a la vida y eso, probablemente, será cada vez más cierto con el correr del tiempo. Aún así, por compleja que se torne la maquinaria, difiere en ciertos aspectos básicos de los seres humanos.
En primer lugar, una máquina debe ser diseñada por un ser humano y , a fin de que funcione, es necesario proporcionarle una fuente de energía exterior, pues no puede, por sí, crear toda la energía requerida. Después de todo, no existe un aparato capaz de movimiento perpetuo. El ser viviente, por el contrario, puede reunir energías con sus propias fuerzas y crear sus propios movimientos. La inteligencia y la fuerza necesarias son inherentes a los que llamamos vida.
La vida, por tanto, es a un tiempo creadora y creación.
El segundo punto fundamental es que las máquinas no funcionan mientras no se las ha armado. Sólo en la ciencia-ficción es posible que un reloj a medio terminar dé la hora correcta o que un automóvil circule sin motor.
El cuerpo humano es distinto, cada una de sus diminutas células es una entidad viviente, las células y los órganos trabajan juntos, en una especie de ritmo complicado, para producir un todo unificado mayor. Y en la armonía de las partes individuales y el cuerpo entero descubrimos el ritmo fundamental de la vida. A diferencia de la maquinaria, un cuerpo humano está, en cierto sentido, en un estado incompleto, siempre en crecimiento y cambio. A pesar de eso, en cualquier instante dado es un todo completo y en funcionamiento.
El cuerpo humano se compone de unos sesenta billones de células, que realizan una multitud de funciones capaz de abrumar la imaginación. Normalmente, sólo tenemos conciencia de una pequeñísima parte de los procesos que se cumplen en nuestro interior. Tan sólo en el hígado se llevan a cabo unos doscientos tipos de actividades para detoxificación y el metabolismo, si las células del hígado no realizan esas funciones adecuadamente, no sólo el cuerpo, sino también la mente pueden resultar perturbados. Un metabolismo deficiente en cobre o aminoácidos, por ejemplo, puede provocar sonambulismo o alucinaciones. Cierto científico japonés ha calculado que una fábrica dedicada a producir todos los elementos químicos elaborados en el hígado humano debería ocupar un área varias veces mayor que toda la zona industrial de Tokio- Yokohama.
El hígado no es nada comparado con el cerebro, donde existen unos veinte millones de células en acción más o menos constante, las cuales nos capacitan para calcular, recordar, pensar y tomar decisiones. En el adulto normal, todas estas actividades se realizan dentro de una mas gris, de tejido nervioso circunvolucionado, que pesa alrededor de mil quinientos gramos. Si se construyera una computadora capaz de reproducir todas las funciones del cerebro, con las técnicas disponibles en la actualidad, cubriría toda la superficie de la Tierra. Que funcionara o no es otra cuestión.
El cuerpo humano contiene un pasmoso despliegue de maravillas estadísticas La longitud total de los vasos circulatorios de un adulto, por ejemplo, es de unos noventa y seis mil kilómetros, lo cual duplica, sobradamente, la circunferencia de la Tierra. Para respirar utilizamos unos trescientos millones de células pulmonares. Lo más maravilloso de todo es la armonía en que trabajan todas estas células y órganos, a fin de producir un ser viviente dotado de mente creativa propia. Sin duda, es esa misteriosa potencia unificada la que ha llevado a casi todos los pensadores a rechazar la idea del cuerpo como una máquina, para aferrarse, en cambio, a la teoría de alguna misteriosa fuerza vital.
Los antiguos griegos llamaban a esto pneuma: algo cuya presencia dentro del cuerpo da la vida y cuya ausencia representa la muerte. Debido a que la gente no estaba del todo satisfecha con el concepto popular del hombre como una especie de máquina compleja, revivió el pneumatismo, esta vez bajo la forma de la ciencia moderna. Un importante exponente moderno fue el embriólogo alemán Hans A. E. Driesch (1867-1941), cuyos experimentos con la blástula del erizo de mar lo lleva a concebir un principio vital que no existe en los objetos no vivientes. Driesch lo llamó entelequia; de todos modos, ya hablemos de pneuma o de entelequia, estamos postulando un elemento exterior que, teóricamente, existe aparte de la materia y del espacio. Creo que esto es un error.
Estoy convencido de que el principio o la ley que une células y órganos en un ser viviente existe dentro de la vida y dentro del cuerpo; no hay necesidad de establecer una deidad o un pneuma fuera de la propia existencia del hombre. Si el hombre recibiera la vida de alguna fuerza exterior, su cuerpo sería por cierto, sólo una máquina: su persona apenas un títere. Los pneumatistas se han opuesto a los mecanicistas, pero al postular una fuerza vital supramaterial han cometido, esencialmente, el mismo error que sus adversarios.
Para evitar este círculo vicioso debemos contemplar el cuerpo como manifestación de la vida, pues la fuerza vital es inherente al cuerpo. Es esta fuerza la que, entre otras cosas, armoniza las partes del cuerpo y permite al hombre absorber del exterior lo necesario para mantener la vida.
Esta fuerza vital, activa y positiva, existente dentro del cuerpo, es la esencia fundamental de la vida y forma una sola cosa con la fuerza vital del universo.
Esta idea recibe sorprendente apoyo de dos fenómenos fisiológicos. Uno es la capacidad del cuerpo humano de renovarse y, bajo ciertas circunstancias, de curarse a sí mismo, El otro es el proceso de inmunización.
La capacidad autorregeneradora del cuerpo no se limita en absoluto al hombre. Por el contrario, se presenta en forma más dramática en las formas inferiores de vida. Si se corta la cola a una lagarija común, volverá a crecer: lo mismo se observa en muchos otros animales. A los humanos, por supuesto, no les brotan miembros nuevos para reemplazar los amputados, pero si se extrae no más de un tercio del hígado humano, éste vuelve a crecer. Más importante aún, si uno se corta, se forman nuevos grupos de células, llamadas gránulos, para cerrar la herida. Toda la práctica de la cirugía depende de este fenómeno.
En cuanto a la inmunización, me refiero especialmente a la natural no a la artificial. En la corriente sanguínea tenemos leucocitos polimorfonucleares (glóbulos blancos) capaces de atacar e ingerir gérmenes y otras sustancias venenosas que penetren en nuestro cuerpo. En el caso de un solo germen dañino, los glóbulos blancos pueden localizarlo y devorarlo en cuestión de un minuto. También tenemos en el organismo células capaces de producir gran número de anticuerpos. Son sustancias, en su mayoría proteicas en cuanto a composición, que atacan y desactivan bacterias perjudiciales específicas. Fueron postuladas por Paul Ehrlich (1854-1915) , quien las explicó por medio de una analogía, repetida con frecuencia: una cerradura y su llave. El anticuerpo es la cerradura, construida de modo tal que se ajusta a un germen en particular, que es la llave, y de ese modo lo pone fuera de actividad.
El rasgo más interesante de la inmunización es la capacidad que demuestra parte del cuerpo en cuanto a distinguir qué pertenece al interior de ese cuerpo y qué no. Cuando penetra el germen se forman anticuerpos para atacarlo, pero los anticuerpos no atacan a alas células del cuerpo mismo, aun cuando éstas, como los gérmenes, sean materia proteica. Esto resulta crucial, por supuesto, pues si se desarrollaran anticuerpos capaces de atacar a los glóbulos rojos se destruiría la vida del cuerpo. Hay por tanto una especie de inteligencia en el mecanismo celular del cuerpo, puesto que sólo crea anticuerpos hostiles a las células intrusas.
La fuerza vital se expresa a sí misma en los seres vivos. Encarna la inteligencia innata del cuerpo humano. Pero a fin de operar, esta fuerza vital, que es la esencia de la vida, debe reunir materia física del cosmos y manifestarse en un cuerpo viviente. El cuerpo es, pues, el sitio donde la fuerza vital se expresa en su forma fenoménica terrestre.
En sus Enseñanzas oralmente transferidas (Ongi Kuden), Nichiren Daishonin explicaba la palabra kimyo, que empleamos para indicar la dedicación al Buda y a la Ley, diciendo: "La dedicación a la vida propia es, a un tiempo, la ley física y la ley espiritual de la vida. El principio último revela que estas dos leyes son un aspecto inseparable de toda vida individual". Esto significa, en el análisis final, que la devoción al Buda y a la Ley se resuelve en fe en la propia vida, lo cual es una perfecta unidad de las leyes física y espiritual de la vida. Más adelante volveré sobre esa afirmación de Nichiren Daishonin, pero por el momento me interesa el término ley física de la vida, que, en japonés es shikiho. Tanto la ley física de la vida como su complemento, la ley espiritual de la vida o shimpo, son términos técnicos de la filosofía budista. Es preciso que nos formemos un concepto bien exacto de su significado.
Nuestro mundo está hecho de materia. Nuestro cuerpo no es una excepción, pero no creo que Nichiren Daishonin, al decir:"Ley física de la vida", se refiera a la materia física. Tal como hemos visto, el cuerpo humano no es, simplemente una concatenación de elementos físicos, sino un complejo vital rítmico y bien ordenado, que se crea y se re-crea. En verdad, cada pequeña célula del cuerpo es una partícula de vida; cada una tiene su propia individualidad y cada una funciona en rítmica armonía con las otras células.
La fuerza vital fundamental, al moverse con el ritmo milagroso del cosmos, se manifiesta en una infinidad de formas misteriosas. Existe en los objetos insensibles tanto como en la vida de pájaros y mariposas. El cuerpo humano es, simplemente, la manifestación más delicada y maravillosa de esta fuerza vital, pero lo que llamamos ley física de la vida incluye, no sólo el cuerpo humano y su funcionamiento, sino la totalidad de este mundo dinámico del aquí y ahora, en donde la fuerza vital se manifiesta en forma perceptible.
Mediante la investigación en el mundo de los fenómenos perceptibles, uno puede distinguir no sólo la fuerza vital, sino la ley inherente que gobierna su funcionamiento, y ésta es una parte esencial de la ley física de la vida. Los químicos experimentan con materias inorgánicas y descubren leyes químicas, mientras que los fisiólogos estudian a los seres vivos y descubren leyes orgánicas. Es importante recordar que estas leyes son sólo manifestaciones específicas de la ley física de la vida. El elemento físico en sí es todo el mundo perceptible, en el cual la fuerza vital está manifestada como ley y como poder generador.
Uno debe concebir el elemento físico no como materia pasiva y estática, sino como la totalidad de la materia y el dinamismo que la mantiene en flujo constante.
En otras palabras, la ley física de la vida en su expresión más obvia es, en el hombre, el cuerpo, pero debemos recordar que ese cuerpo es la sede de la actividad espiritual, tal como el funcionamiento de la inteligencia, el ejercicio de la conciencia y la elección entre el bien y el mal. Mediante la observación del elemento físico podemos ver las manifestaciones del elemento espiritual. Sin embargo, eso no significa que se pueda llegar a las raíces de la ley espiritual de la vida simplemente analizando el funcionamiento del cerebro.
Sin las células cerebrales no habría fenómenos espirituales, pero las células cerebrales, en sí, no son la vida. Son la manifestación de la fuerza vital que lleva a cabo la actividad espiritual. Para comprender la verdadera naturaleza de la ley espiritual de la vida, que es una parte integral de la vida, debemos observar más profundamente la esencia de la fuerza vital.
Fuente: "La vida, un enigma" Daisaku Ikeda